"CUANDO LA VERDAD ESTÁ TODAVÍA CALZÁNDOSE LAS BOTAS, LA MENTIRA YA HA DADO LA VUELTA AL MUNDO" (Mark Twain)

martes, 23 de mayo de 2017

Pero lo hizo por el bien de los obreros


Nos cuenta T. Luca de Tena a través de las memorias del Capitán Palacios que la de Stalin fue «la mayor tiranía que recuerdan los siglos». Al cuarto día de la muerte del genocida, «el panorama de la Unión Soviética se transformó. La desaparición del tirano quebró el paisaje político. Malenkof suprimió el terror como base de sustentación del régimen. Como primera medida reconoció un cierto margen de propiedad privada a los campesinos; autorizó a los obreros que eran trasladados de región a llevarse consigo a sus mujeres e hijos, suprimiendo así el crimen de romper, brusca y definitivamente, la relación familiar, como ocurría en tiempos de Stalin; suprimió las exportaciones masivas de bienes de consumo, que favorecían las importaciones de acero a costa del hambre de la población civil; transformó parte de las fábricas dedicadas hasta entonces a la exclusiva producción de material de guerra, destinándolas a la fabricación de motocicletas, bicicletas y aparatos eléctricos o mecánicos de uso doméstico; prohibió los castigos corporales, como las celdas de frío, las camisas “retorcidas” que rompían los dedos de manos y pies, o los brutales monos de goma, que se hinchaban de aire, como un neumático, produciendo tal presión sobre el cuerpo que hacía estallar las venas o quebrar la caja torácica; dictó nuevas normas para la instrucción de expedientes que llevaran anejos la pérdida de libertad y decretó una amplísima amnistía que alcanzó al 50 por 100 de la población civil prisionera.»
Más adelante añade: «Mentiría si no dijera que la sensación de alivio que en el país y, de rechazo, en nosotros mismos produjeron estas medidas fue considerable. Durante semanas y meses, los ríos, las carreteras, las líneas férreas fueron canales de desagüe de la población rusa prisionera. Más de diez millones de hombres y mujeres rusos regresaron a sus hogares alcanzados por la amnistía. Fue un éxodo al revés, una inmigración de fronteras adentro, una fantástica dispersión de los concentrados. Desde Rewda, los españoles presenciamos el paso de trenes y caravanas de camiones repletos de libertos que regresaban de Siberia.»

(T. Luca de Tena: Embajador en el infierno)

lunes, 3 de abril de 2017

En la cuerda floja


Paula se encaminó de su casa hacia el colegio como cualquier día. No piense el lector que ese «como cualquier día» suponía algo sin importancia. Lo habitual, lo de cada jornada, era un ardor de estómago producido por la tremenda angustia de lo inevitable. Aquellos muchachos, malnacidos desgraciados, hacían que cada hora transcurrida en clase supusiera para Paula algo parecido a una ruta agotadora por el desierto sofocante; un cuarto oscuro y sin ventilación en el que había que medir el uso del aire para no malgastarlo; o lo que es peor, una jaula enorme donde debía permanecer conviviendo con un tigre. Y así un día, y otro, y otro.
Pero el acoso no se reducía a las horas de clase. Paula conocía de sobra que los planes contra ella se fraguaban en los pasillos, en las horas de recreo, entre los corrillos aquí y allá.
Su rendimiento había bajado considerablemente desde que comenzó en aquel colegio. Pasaba horas tratando de adivinar cuál sería el siguiente plan de ataque contra ella, cuándo, dónde, quién... Tal ansiedad ocasionaba un desgaste físico e intelectual que estaba minando poco a poco su capacidad mental para desarrollar con normalidad las tareas ordinarias más elementales.
Para colmo de males, aquellos monstruos se las arreglaban con un ingenio envidiable para aparentar inocencia y que en cada uno de sus asaltos la culpa recayese sobre ella, una trampa tan bien hilada que ya le había acarreado varias advertencias por parte del director. Paula no comprendía cómo un hombre de su experiencia podía dejarse engañar por unos macacos de once años.
Pero ellos eran los dueños de la situación y, en caso de peligro, ahí estaban sus papás para protegerlos. Ella, en cambio, no era nadie. Tan solo una profesora sin influencia que podía ser sustituida en cualquier momento por uno de los miles de candidatos que esperaban su oportunidad a las puertas de la oficina de empleo.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Un duro despertar


Mientras atravesaba una sala, se abrió una puerta y, ante mi sorpresa, por ella apareció el camarada Orlov. Por casualidad estaba delante de la sala reservada a los altos jefes del Partido. Orlov me vio y, a pesar de su estado de embriaguez, me reconoció. Tendiendo los brazos hacia mí, me dijo:
—Camarada Kourdakov, ven acá.
No me decidía a entrar. Consideraba que estaría fuera de mi sitio entre los altos jefes de nuestra zona. Orlov me tomó por el brazo y me hizo entrar. Estaban allí unos veinte oficiales superiores alrededor de una gran mesa cargada de manjares y bebidas. Me pareció lógico que estuviesen en un comedor privado, por lo costosos que eran los alimentos y las bebidas que les habían servido: salchichas, caviar y otras viandas, vinos griegos... y un montón de cosas más. El vodka corría como el agua. Yo estaba alucinado. Aquello no era, desde luego, lo que nos habían servido en la otra gran sala del banquete.
Orlov se excusó y salió dando traspiés en busca de un lavabo. Mientras estuvo fuera me puse a observar a mi alrededor. Allí estaban los cargos máximos de la provincia de Kamchatka, todos borrachos. Algunos, borrachos perdidos, con la cabeza apoyada en la mesa. Tres de ellos tenían la cara metida en el plato. Por debajo de la larga mesa, aparecían un par de piernas. Los demás, que no paraban de beber vaso tras vaso, pronto estarían también inconscientes. Había otro hombre tendido a todo lo largo de la mesa, sus brazos y sus pies parecía que estaban mojando en los platos llenos de comida. Lo miré asqueado. Por menos que eso yo había ordenado que se expulsara de la Academia a algunos cadetes. Me hice la siguiente consideración: «La vida de la gente de esta región de la URSS está controlada por estos hombres tan borrachos que no saben ni cómo se llaman». Yo había mirado a estos jefes comunistas como «la crema de la sociedad» y esta «crema de la sociedad» está patas arriba. Un hombre había vomitado sobre su propia ropa. Esta escena increíble me repugnaba enormemente.
Orlov había regresado. Me hizo tomar asiento en la silla al lado de la suya. Como bebía sin respiro y se ponía cada vez más ebrio, la cabeza empezó a vacilarle. De golpe, su rostro se aplastó contra el plato que tenía delante, pero levantó la cabeza y exclamó:
—¡Dame una servilleta!
Se la di y se limpió mal que bien la comida de su frente, de su barbilla y de su nariz. Estaba lleno por todas partes de puré de patatas. Juraba como un carretero. Constituía un espectáculo alucinante. La comida le resbalaba por la cara hasta su chaqueta y sus medallas.
Abrió su uniforme y me mostró una larga cicatriz, de una herida de guerra, diciéndome, a pesar de las vueltas que le daba la cabeza:
—Camarada Kourdakov, ¿ves esto? Ese bastardo de Stalin me lo hizo. Stalin fue quien me envió al frente. Stalin utilizaba nuestros cuerpos como si fueran armas. Stalin me dio esto, y cuando me produce dolores, lo maldigo.
Se puso a lanzar imprecaciones contra Stalin con voz de borracho, y a continuación empezó a maldecir a todos los demás.
—Y dejando a Stalin, ¿quién es ese Breznev? Es un tiralevitas, un parásito adulador que lame las botas de Stalin. Así es como Breznev ha sobrevivido y así es como ha llegado a ser el máximo líder comunista. Lo he oído en el congreso del Partido en Moscú. Lanza balidos como una oveja, bee, bee, bee, una palabra tras otra, como un borrego.
Yo estaba que no quería creer a mis oídos. Orlov no paraba de disparatar, utilizando las expresiones más soeces para describir a su «colega» Breznev. Yo no hacía más que mirar a todos lados para ver si alguien escuchaba esas palabras increíbles. Si alguien las oía, me podía considerar perdido. Pero al parecer nadie oyó nada; había bebido tanto que no tenían conciencia de lo que estaba sucediendo a su lado. El mismo camarada Orlov se encontraba en otro mundo, balbuceando y divagando.
Pero no solo tenía yo que desconfiar de los otros. Si por casualidad Orlov se acordaba más tarde de lo que me había dicho, mi vida no valdría ni un kopec. No podría permitirme dejarme con vida, y con una sola palabra podría reducirme al silencio para siempre. Disponía de ese poder. Lo miré. La cabeza le descansaba sobre la mesa y parecía dormido. De repente se enderezó, levantó el brazo y dijo:
—El comunismo es la peor de las maldiciones que jamás haya caído sobre la humanidad —movió la cabeza como asintiendo y murmuró—: el comunismo es... (lo que dijo fue demasiado brutal y grosero como para poder escribirlo).
Yo estaba petrificado de puro miedo. Orlov gritó, tartamudeando:
—¡Los comunistas no son más que un atajo de sanguijuelas!
Salí a escape de la habitación y regresé a la Academia lo más deprisa que pude. Durante en unos días estuve en un sinvivir.
Antes de conocer a Orlov yo era un sincero y firme creyente en el comunismo. Tenía una fe inconmovible en sus fines y objetivos. Con frecuencia los cadetes más jóvenes me habían preguntado:
—¿Por qué la vida es tan dura en la Unión Soviética?
Yo siempre daba la misma respuesta:
—Es difícil ahora, pero estamos construyendo un mañana mejor.
Y lo creía sinceramente. Había comprobado que existían numerosas contradicciones entre las enseñanzas del comunismo y la realidad, pero estaba persuadido de que se trataba de desviaciones o errores personales y que verdaderamente estábamos en el camino hacia días mejores.
Pero mi encuentro con Orlov en aquella sala llena de personajes importantes del mundo comunista me hizo descubrir la hipocresía de todo aquello. Durante días y días tuve en la cabeza aquella noche con Orlov. «Entonces esto es lo que en realidad son los jefes». Crueles, duros, cínicos, incapaces de creer incluso en el comunismo, con la sola preocupación de encontrar una manera de medrar personalmente.
Yo había observado que los jefes llevaban un tren de vida sin privaciones de ninguna clase, mientras que la vida del pueblo era pobre y dura. Había visto el gran abismo entre las promesas del comunismo y la realidad de la vida del pueblo. Siempre lo había justificado y me había consolado, pensando: «Nos sacrificamos hoy por las victorias del mañana».
Pero ahora había visto aquel espectáculo degradante. Puesto que aquellos hombres no creían en el sistema, sino que lo utilizaban para su provecho personal, yo lo utilizaría también. Si un hombre como Orlov no creía verdaderamente en el comunismo, ¿por qué tendría yo que creer? Si Orlov era lo suficientemente astuto para llegar al primer rango, yo llegaría también. Yo me había formado bajo el sistema desde que tenía seis años y también podría abrirme camino como los demás. Mi idealismo decepcionado murió aquella noche del centésimo aniversario del nacimiento de Lenin, el 22 de abril de 1870.

«¡Adelante! ¡Adelante!». Ese lema que yo había adoptado cuando era un niño en el orfanato, volvió a ser mi divisa. Desde aquel momento solo tenía una meta: llegar a la cumbre. Si tenía que hacer el juego del cinismo y de la crueldad, lo haría. Y lo haría mucho mejor que Orlov y que cualquier otro. Serviría al comunismo, puesto que esa era la única manera de medrar.

(Sergei Koudakov: El esbirro)