Paula se encaminó de su casa hacia el colegio como
cualquier día. No piense el lector que ese «como cualquier día» suponía algo
sin importancia. Lo habitual, lo de cada jornada, era un ardor de estómago
producido por la tremenda angustia de lo inevitable. Aquellos muchachos,
malnacidos desgraciados, hacían que cada hora transcurrida en clase supusiera
para Paula algo parecido a una ruta agotadora por el desierto sofocante; un
cuarto oscuro y sin ventilación en el que había que medir el uso del aire para
no malgastarlo; o lo que es peor, una jaula enorme donde debía permanecer conviviendo
con un tigre. Y así un día, y otro, y otro.
Pero el acoso no se reducía a las horas de clase.
Paula conocía de sobra que los planes contra ella se fraguaban en los pasillos,
en las horas de recreo, entre los corrillos aquí y allá.
Su rendimiento había bajado considerablemente desde
que comenzó en aquel colegio. Pasaba horas tratando de adivinar cuál sería el
siguiente plan de ataque contra ella, cuándo, dónde, quién... Tal ansiedad
ocasionaba un desgaste físico e intelectual que estaba minando poco a poco su
capacidad mental para desarrollar con normalidad las tareas ordinarias más
elementales.
Para colmo de males, aquellos monstruos se las
arreglaban con un ingenio envidiable para aparentar inocencia y que en cada uno
de sus asaltos la culpa recayese sobre ella, una trampa tan bien hilada que ya
le había acarreado varias advertencias por parte del director. Paula no
comprendía cómo un hombre de su experiencia podía dejarse engañar por unos
macacos de once años.
Pero
ellos eran los dueños de la situación y, en caso de peligro, ahí estaban sus
papás para protegerlos. Ella, en cambio, no era nadie. Tan solo una profesora
sin influencia que podía ser sustituida en cualquier momento por uno de los
miles de candidatos que esperaban su oportunidad a las puertas de la oficina de
empleo.